Del último día a la esperanza (X de XI)

Fantasmas de la infancia
Siempre me ha quedado la duda de si el hombre de la carreta estaba en la cueva o no al momento de yo visitarla porque averiguarlo me habría significado confrontar aquella realidad, que por entonces me resultaba incomprensible e insostenible.
Dibujo de Haffe Serulle.
Me separé del niño, volví a echarle un vistazo a mi entorno y como ya todo estaba demasiado oscuro corrí hacia la luz sin más ni más. Corrí tanto y tan de prisa que me nacieron alas.
La ilusión pasó cuando llegué a casa y me encerré en mi cuarto. Allí, en la soledad, y niño al fin, vi en una de las paredes las manos de un fantasma. Aparecieron de la nada y se extendieron, serenas y lentas, hasta alcanzarme el cuello y asirse luego a mi cabeza.
No sentí miedo. No, no sentí miedo.
Hoy me pregunto por qué el miedo no hizo estragos en mí como en otras ocasiones incluso de más incidencia mistérica y no sé qué responder.
Tampoco sé si las manos del fantasma se presentaron en el cuarto para acariciarme y soliviantar el dolor y la incertidumbre que los murciélagos y los seres desvalidos -pobladores olvidados de la cueva- dejaron en mí.
Pienso en ellos una y otra vez y se me hace difícil dejar de asociar la idea del sufrimiento con el maltrato a las hierbas.
Dolor y sufrimiento, ¿qué es lo primero?, me pregunto.
Duele todo aquello que nos hace sufrir, y sufrimos por los dolores asentados en nuestro cuerpo y, sobre todo, por las desviaciones y manipulación del pensamiento en favor de causas innobles.
Veamos algunos tipos de pensamientos distorsionados, propuestos por diferentes talleres de inteligencia emocional:
– Filtraje:
Se toman los detalles negativos y se magnifican mientras que no se filtran todos los aspectos positivos de la situación. Palabras claves: terrible, tremendo, horroroso, no puedo resistirlo.
– Pensamiento polarizado:
Las cosas no son blancas o negras, buenas o malas. La persona ha de ser perfecta o es una fracasada. No existe término medio.